Xenofobia latente

Un ciudadano de Nápoles es tan escasamente xenófobo como un ciudadano de Johannesburgo. Ahora bien, el ciudadano de Nápoles, que nunca creyó que era xenófobo, resulta que es vecino de un gitano rumano al que han alquilado el piso de enfrente.

El “rom”, a su vez, lo subarrienda a otras familias, y, de repente, un piso que está concebido para albergar a una familia compuesta de tres o cuatro personas lo habitan entre catorce y veinte individuos. Ello provoca conflictos que cualquier psicólogo o sociólogo nos explicaría científicamente, pero que no consuelan al napolitano que no puede dormir por las broncas, la música demasiado alta, el televisor que nunca se apaga, y las riñas y gritos que se suceden a cualquier hora del día.

Si a ello se añade, la violación de una muchacha de la misma calle, presuntamente por sujetos de idéntica nacionalidad a la de los vecinos, y el intento de secuestro de una niña, no es extraño que la xenofobia latente estalle, como ha estallado en Johannesburgo, o como puede estallar, cualquier día en el barrio de Lavapiés, de Madrid, si una violación, o el intento de secuestro de un niño sirven de catalizador.

Los ciudadanos, cuando salen a la calle y forman parte de una injusta turba es porque se encuentran dolorosamente hartos de la incomodidad que sufren, y porque no encuentran amparo en la autoridad legalmente constituida. En ese punto la autoridad se acojona, y medrosa de que los electores le quiten el voto, se convierte en martillo de inmigrantes y yunque de herejes ilegales.

Afirmar que nosotros somos más civilizados o más generosos o más refinados que los napolitanos o los surafricanos es una soberbia que el tiempo se encargará de poner en su justo lugar, Los más generosos con los derechos de los inmigrantes son los que viven en urbanizaciones de lujo o en viviendas unifamiliares que no sufren las molestias de habitar junto a familias hacinadas de emigrantes. Los demás, xenófobos latentes, guardan silencio hasta que un día estalla la sinceridad.

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