La vicepresidente del Gobierno, al anunciar el propósito del Gobierno de reformar la Ley de Libertad Religiosa, dijo dos cosas llamativas: una es que el Gobierno pretende proteger todas las creencias, incluso las de los que no tienen creencias; la otra es que se trataría de adecuar mejor nuestra legislación a la laicidad del Estado establecida en nuestra Constitución. Entre las reacciones a las palabras de la vicepresidente destacaron algunas gracietas sobre la capacidad de esta señora para el oxímoron, que es una figura gramatical que consiste en emplear palabras de apariencia contradictoria. Eso de las “creencias de los que no tienen creencias” suena, efectivamente, como la sal dulce o el agua seca. Pero, seguramente sin saberlo, la vicepresidente dijo una gran verdad, porque, a su manera, los ateos tienen que hacer, como los creyentes en Dios, un acto de fe, pues tanto la existencia como la no existencia de Dios no se pueden demostrar. Lo que ocurre es que la vicepresidente pretende que para proteger la actitud de los ateos haya que reformar la Ley de Libertad Religiosa, y eso sí que es una tontería, comparable a la de promover una ley de arrendamientos que proteja a los que no quieren alquilar nada. La irreligiosidad de los ateos no tiene que ver con la libertad religiosa, sino con la libertad de conciencia, que es algo diferente. Pero, en fin, tampoco vamos a pedir peras al olmo.
Más sorprendente es la apelación a la Constitución para querer regular la “laicidad” del Estado, pues, por más que queramos buscar, la Constitución no dice una sola palabra sobre la “laicidad” del Estado. Y ella lo sabe. O lo debería saber. Pero eso, como diría Lou Jacobi, el inolvidable Moustache, tabernero de “Irma la dulce”, es otra historia.