Decía Napoleón, en su sentido más noble, que en la mochila de cada soldado debe haber un bastón de mariscal. Claro que Napoleón llegó a emperador sin tener que librar batallas en el seno de un partido político, donde cada militante es un aspirante a cacique, y cada cacique un pretendiente a líder carismático, aunque lo de líder carismático es un pleonasmo, porque cuando se alcanza el liderazgo el carisma va incluido en la proporción de poder: a más poder, más carisma. Zapatero, por ejemplo, no tenía nada de carisma cuando era un oscuro diputado; luego, tuvo un carisma regular, compartido con el carisma de los nacionalistas, y, ahora, se le está poniendo el carisma como los precios, o sea, por las nubes. Lo mismo le sucedió a Aznar, que inició su puesta en orden del PP sin pizca de carisma y llegó a obtener un carisma de los más gordos, cuando ganó las elecciones por segunda vez, con una cómoda mayoría. Los militantes de los partidos se cuadran ante el carisma, y desfilan con una disciplina digna de soldados de Napoleón, pero como presuman debilidad en el líder, la falta de carisma les pone muy revoltosos, y no porque todos ellos aspiren a sustituirle, ni mucho menos, sino porque en cuanto se barruntan cambios no hay servidor político que no se inquiete y no se mueva para poder estar a bien con el futuro líder carismático. Las oposiciones a registro y notariado son más complicadas que las oposiciones a líder carismático, porque en aquéllas dependes de tu inteligencia y de tu memoria, y, en cambio, en estas, depende del número de puñales que te claven en la espalda los compañeros de partido.
Cada noche, antes de meterse en la cama, Mariano Rajoy le debe pedir a su esposa que le saque cuidadosamente los puñales que le han ido clavando, durante todo el día, porque los puñales se clavan más profundamente al tenderte de espaldas. O recupera el carisma o le van a dejar la espalda como el corazón de Jesús.